El nacional-conservadurismo es la única de las principales corrientes de la derecha que continúa prestando una atención especial a las cuestiones morales que condicionan numerosos debates que polarizan a nuestras sociedades: aborto, gestación subrogada, derechos de las minorías, etc. A este respecto, conviene hacer un breve resumen de cómo la civilización occidental ha ido ahondando en su degradación en este sentido.
El conservadurismo siempre defendió la importancia de mantener un ecosistema moral sólido para la supervivencia de las sociedades. En el caso de Occidente, dicho ecosistema estaba construido, principalmente, sobre la religión cristiana, y en parte sobre las tradiciones jurídicas del mundo clásico. La reivindicación y protección de este legado ha formado invariablemente parte del credo conservador en todas las naciones europeas y en Estados Unidos. Fue el gran Edmund Burke quien resumió a la perfección la postura conservadora con su famosa frase: "Los hombres de mentalidad intemperante nunca pueden ser libres. Sus pasiones les forjan sus cadenas".
No se debe, sin embargo, confundir el conservadurismo con el exclusivismo religioso y la persecución del disidente. Aun en los tiempos en los que se defendía la confesionalidad estatal, los conservadores nunca cayeron en el exceso de pretender hacer virtuosos a los hombres por la fuerza. Su posición se identificaba, más bien, con la defensa de lo que en la época victoriana se llamó "libertad ordenada" (ordered liberty) y que fue magistralmente expuesto por Sir James Fitzjames Stephen en su obra Liberty, Equality, Fraternity de 1873. Stephen, en su crítica a Sobre la libertad de John Stuart Mill, subrayó la necesidad de toda sociedad de establecer límites a la libertad basados en condicionantes de tipo moral para asegurar su sostenibilidad, frente a la postura milliana para la cual evitar el "daño" a terceros era el único criterio admisible para la compulsión legal. Pese a su importancia capital para el conservadurismo, políticamente Stephen perteneció al Partido Liberal, lo que refleja el amplio consenso que existía en su tiempo acerca de estas cuestiones.

La precisión de en qué ámbitos debe jugar esta compulsión en interés de la moral y en cuáles debe prevalecer el principio de libertad es, naturalmente, difícil, y sería arriesgado pretender dar un criterio fijo e inamovible. Más bien, los conservadores han ido construyendo su discurso en función de las lecciones de la experiencia histórica y las condiciones de cada sociedad. Así, la posición crítica del conservadurismo respecto a determinadas técnicas de reproducción asistida y a la ingeniería genética deriva de la necesidad de prevenir un futuro distópico en el que los padres puedan "diseñar" bebés a la carta, lo cual la tecnología de hoy ha hecho posible. Mientras el progresista ve en cada avance tecnológico una oportunidad de mayor emancipación, el conservador, con cautela, señala los riesgos a los que un uso indiscriminado de esa tecnología nos expone.
Pero sin duda, el principal ámbito en el que colisionan las posturas conservadora y progresista en la actualidad es el de la familia. Tradicionalmente, el conservador ha entendido esta desde un punto de vista "infantocéntrico", como ha puesto de manifiesto el profesor Francisco José Contreras Peláez. La familia es la institución social primordial porque es la que garantiza la continuidad del grupo y porque proporciona el ambiente en el que toda persona se desarrolla y se convierte en miembro de la comunidad. Debido a ello, la familia ha estado siempre sometida a normas estrictas, en las que el libre juego de la voluntad individual se ha visto históricamente muy restringido. El progresista, basándose en un craso relativismo para el cual "todos los estilos de vida son igualmente válidos", postula un concepto "adultocéntrico" de la familia, en el que los caprichos individuales son el único criterio de regulación legal. La consagración de este enfoque en gran parte de Occidente, junto con la promoción de los estilos de vida "alternativos", ha creado una fractura social cada vez mayor entre aquellos que siguen disfrutando de un núcleo familiar sólido y estable y aquellos cuyas vidas se ven destrozadas por el divorcio y la ausencia de uno de los progenitores, con las consecuencias socio-económicas que ello suele conllevar en la mayoría de casos. El corolario de todo ello es un invierno demográfico sin precedentes en ninguna otra época de la historia y que amenaza la propia supervivencia de nuestra civilización.
El problema, empero, no termina ahí. Pues la última hornada del pensamiento progresista, lejos de conformarse con la atomización social a la que su credo hedonista y relativista da lugar, va un paso más allá y postula que la familia, la religión, la patria, etc., son mecanismos de opresión de unos grupos por parte de otros. El progresismo actual ya no defiende, por tanto, los estilos de vida alternativos con un criterio de libertad; antes bien, defiende su superioridad sobre la moral tradicional sobre la base de la opresión que esta supone. La consecuencia de este planteamiento ha sido una subversión social masiva auspiciada por el poder político, en la que el Estado progresista se pone al servicio de los llamados "oprimidos" para eliminar las "opresiones". El moderno feminismo es sin duda el hijo más avanzado de esta tendencia.
Estamos, en definitiva, en una guerra cultural abierta y sin cuartel, en la que los progresistas pretenden borrar del mapa todo rastro de lo que alguna vez fue Occidente. La lucha ya no es entre un conservadurismo moral y una postura más liberal que defiende relajar las restricciones en nombre de la tolerancia, sino entre dos grupos sociales con valores totalmente contrapuestos y sin ningún tipo de referencia común. Nuestras sociedades se han convertido cada vez más en meras abstracciones legales, dentro de las cuales cada individuo puede construir a la carta absolutamente todo, desde el color de sus zapatillas hasta sus valores más profundos y sus lealtades, con el resultado inevitable de que también puede aliarse con otros que compartan su misma visión y estigmatizar al resto como "intolerantes" por no "aceptar" como verdades evidentes las barbaridades que proclaman.
Solo el conservadurismo puede aportar la solución a este entuerto. ¿Cómo? Mediante la restauración de una auténtica comunidad política, y ello pasa hoy, irremisiblemente, por la reivindicación de la nación. Pero de esto hablaremos en otra ocasión.
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