El modo en el que la derecha española, en general y durante mucho tiempo, se ha desentendido de José Ortega y Gasset siempre me ha sido particularmente incomprensible, en especial en nuestra época, en un contexto de absoluto dominio intelectual izquierdista. Se trata de un recelo, además, compartido por buena parte de las familias de la derecha: desde los cerriles tradicionalistas, pasando por los conservadores y los liberales, hasta llegar a la "derecha" libertina y posmoderna de hoy, son contados los que han tenido la audacia de rescatar al madrileño del desierto árido de la pura especulación filosófica en el que nuestra enseñanza secundaria lo ha confinado, para reivindicarlo como lo que debería ser: el pensador natural de la derecha.
Antes de presentar mi caso a favor de Ortega, hay que dar respuesta a algunos tópicos muy difundidos. En primer lugar, es cierto que Ortega fue en su juventud un intelectual progresista, próximo a la izquierda republicana, y que incluso simpatizó puntualmente con el socialismo. Esto, para empezar, no tiene nada de extraño. Haber militado en la izquierda es un rasgo común a muchas figuras que más tarde se convertirían en referentes de la derecha. Los casos de Maeztu o Azorín son paradigmáticos al respecto. Y fuera de nuestras fronteras el fenómeno también está enormemente extendido: Hayek, Röpke, Burnham, Weaver, etc. El propio Edmund Burke era visto en su tiempo por muchos como un liberal de avanzada antes de la eclosión revolucionaria.
Por otro lado, muchos de los males que Ortega señalaba en la España de la Restauración eran reales. La endémica corrupción electoral, la falta de una auténtica representación política democrática, la necesidad de reformas sociales, el estancamiento económico respecto a los países principales de Europa..., eran problemas graves a los que el sistema no supo dar respuesta, y de ahí el apoyo de Ortega a la experiencia republicana, mucho más entendible además si consideramos que la complicidad de Alfonso XIII en la dictadura primorriverista le había restado mucha credibilidad ante amplios sectores de la derecha liberal-conservadora. Convertir a Ortega, como hacen muchos, en corresponsable de los desastres del régimen republicano es a la par falso e injusto, pues el madrileño encabezó desde el principio la crítica contra el anticlericalismo y el exclusivismo de las izquierdas, que le llevaron a pedir su famosa "rectificación" de la república. No sorprende que en esta coyuntura Ortega terminara considerando el franquismo como un mal menor ante la amenaza revolucionaria, si bien sin compartir, como es lógico, los fundamentos ideológicos del llamado Estado del 18 de julio.

Pese a las ocasionales simpatías progresistas, Ortega es un pensador de indudable raigambre conservadora. Su rechazo al marxismo y a la lucha de clases fue evidente desde un principio, a pesar de su llamada puntual a una colaboración con el socialismo español, de la cual pronto se arrepintió al advertir el dogmatismo revolucionario y la falta de altura de miras de este. Y es que Ortega siempre criticó la pretensión de organizar la sociedad more geometrico al margen de la experiencia histórica. Esto tiene su correspondencia filosófica en su crítica al positivismo cientificista desde la perspectiva que llamó "raciovitalista", y es en este sentido anti-utópico en el que hay que entender sus críticas a la dicotomía ideológica de la izquierda frente a la derecha. Su perspectiva fue la de un conservador en el sentido más puramente burkeano y kirkiano del término, un escéptico que rechaza el "racionalismo en política", según la expresión de Michael Oakeshott.
Esta visión conservadora tenía su correlato en sus reflexiones sobre la nación. Ortega fue siempre un patriota español, y al igual que buena parte de la intelectualidad española de la época, su obra tiene como uno de sus ejes clave la búsqueda de un nuevo horizonte para la vertebración de la patria. Tal fue el propósito de sus planteamientos en España invertebrada. Ortega rechazaba la visión romántica de la historia española a la que muchos en la derecha habían sucumbido, la "leyenda rosa" para la cual Lutero era el mal y el catolicismo el bálsamo de Fierabrás. Frente a estas fantasías, el madrileño era plenamente consciente de la debilidad institucional y económica de España y de la necesidad de afrontar críticamente sus problemas. Pero la respuesta no se encontraba ni en la denigración del pasado ni en hacer tabula rasa de todo lo anterior, como pregonaban las izquierdas. La respuesta era un proyecto nacional que integrara a los españoles bajo una bandera común, un proyecto reformista pero sensato, que extirpara el particularismo, mal endémico de España. En esto Ortega es de la máxima actualidad. En una época como la nuestra, en la que los egoísmos regionalistas e identitarios amenazan con destruir la unidad de la patria común, no haríamos mal en releer al filósofo madrileño. Para Ortega España fue siempre lo primero, no la clase, ni la región, ni mucho menos el "género".
Pero el aspecto en el que más se pone de manifiesto el conservadurismo orteguiano es, sin duda, su visión crítica y realista de la democracia y la igualdad. Tanto en España invertebrada como en su libro más importante, La rebelión de las masas, Ortega expone una perspectiva profundamente elitista de la sociedad y de los mecanismos de representación política. A su juicio, las desigualdades naturales entre personas hacían inviable tanto el socialismo como la utopía de una democracia deliberativa perfecta, que solo podía degenerar en despotismo asambleario. La única democracia posible, la única decente y digna de defenderse, era la liberal, la que separa y restringe los poderes en aras del respeto a los derechos individuales y que somete la fuerza bruta de las masas al dictado de las minorías selectas. Aquí Ortega se revela como el conservador por antonomasia, el máximo defensor del orden social burgués. Aunque su planteamiento en ciertos aspectos peca de idealismo, y pese a que en nuestra época sea dudoso que las clases directoras cumplan eficazmente su función, el rechazo de la tiranía de la mayoría, de la pura fuerza del número, forma parte inseparable del pensamiento conservador. Se trata de unas reflexiones de un valor perenne e indiscutible, y que hoy día son perfectamente aplicables, no solo a la izquierda identitaria que bajo el paraguas de la lucha contra la "opresión" pretende subvertir el orden natural de las cosas y deslegitima los principios e instituciones básicos del Estado de Derecho, sino también a cierta derecha que, anclada en un pasado pretérito, pretende ganar en la calle lo que las urnas le niegan.

José Ortega y Gasset, en suma, es el pensador par excellence de la derecha conservadora civilizada, el continuador de lo mejor del legado de Cánovas y Maura. En nuestra España de hoy, los males que él denunciaba, el particularismo, la acción directa y el predominio del hombre-masa, lejos de atenuarse, se han agravado y generalizado, lo que hace que su reivindicación sea si cabe aún más acuciante. ¿Es mucho pedir que se le rescate y se le devuelva al lugar que merece?
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