Cuando en 1945 Europa Occidental recuperó su libertad tras los años oscuros de la tiranía nacionalsocialista, no era evidente cuál iba a ser el futuro del Viejo Continente. A pesar del entusiasmo por la victoria, sobre los restos del régimen nazi se erguía una amenaza aún más peligrosa que gozaba de un gran apoyo popular. El comunismo internacional, pese a su inicial alianza con Hitler, había conseguido mediante una hábil propaganda presentarse ante muchos como la única alternativa real al nazismo. Gracias al poder militar de la Unión Soviética, los comunistas se hicieron pronto con el control de los países del este de Europa, acabando con las libertades y encarcelando a los verdaderos demócratas que habían combatido contra los nazis. En el oeste, la situación no era mucho más favorable. Los partidos comunistas contaban con un amplio respaldo en Francia y en Italia, y el Partido Socialdemócrata alemán aún no había abandonado sus planes para una socialización total de la producción. Los dirigentes conservadores y liberales del viejo tipo como Churchill eran vistos como reliquias del pasado, y sobre ellos pesaba un injusto estigma, producto de la propaganda soviética, que los acusaba de complicidad con el nazismo.
En tales terribles circunstancias, un reducido grupo de estadistas, en su mayoría de religión católica y orientación política democristiana, trabajaron para construir una alternativa realista a la barbarie comunista, que salvaguardara las libertades democráticas y permitiera la reconstrucción de Europa mediante un modelo económico que conjugara el respeto a la propiedad privada y la libertad de mercado con la intervención estatal en aras del bienestar de todos. Así, Robert Schuman fundó en Francia el Movimiento Republicano Popular, que acumuló el grueso del voto conservador y moderado en un contexto de dominio de la izquierda; Alcide De Gasperi llevó a la Democracia Cristiana al triunfo en Italia, frustrando el ascenso comunista; y Konrad Adenauer, el septuagenario ex alcalde de Colonia y gran oponente de Hitler, logró consolidar el sistema democrático en Alemania Occidental unificando a la derecha bajo las siglas de la CDU y alejándola de toda veleidad nacionalista o reaccionaria.

Los planteamientos de estos líderes revelaban una profunda impronta cristiana. Todos ellos rechazaban el nacionalismo agresivo que desde finales del siglo XIX venía imposibilitando la paz en Europa y que alcanzó su apogeo en el nacionalsocialismo y el fascismo. El rechazo del nacionalismo político llevaba implícito, lógicamente, el rechazo del nacionalismo económico. Frente a la idea, ampliamente propagada en las décadas previas, de que la prosperidad nacional solo podía alcanzarse a expensas del país vecino, Adenauer y sus compañeros defendieron la cooperación y la integración económica de las naciones europeas, mutuamente beneficiosa para todas. Y frente a la economía de guerra nazi y el corporativismo fascista, reivindicaron una economía social de mercado a la vez libre e inclusiva.

En el fondo, detrás de las ideologías nazi y fascista no se encontraba más que una deificación del Estado, una burda concepción positivista según la cual el derecho era solo fuerza bruta y la ley no era sino la voluntad arbitraria del gobernante. Los estadistas democristianos, por el contrario, proclamaron siempre la supremacía de la ley natural sobre el poder del Estado. La autoridad política legítima se encontraba limitada por el respeto a los derechos de la persona y por el principio de subsidiariedad, y el Estado no debía en ningún caso invadir las esferas propias de otras instituciones como la familia o la Iglesia. En última instancia, este proyecto culminaba en la restauración de la auténtica comunidad política natural, corrigiendo la deriva en la que Europa había caído desde finales del siglo XIX por causa de las ideologías materialistas y ateas.

Ese fue el espíritu que impulsó a Robert Schuman al pronunciar su discurso de 9 de mayo de 1950, cuyo aniversario conmemoramos hoy y que supuso la primera piedra de la integración europea. Por eso, aunque la Europa de hoy difiera en gran medida de la de entonces, estimo esencial reivindicar el pensamiento de aquellos hombres en todas sus vertientes, para que nunca perdamos de vista cuál es el legado que debemos defender y que nos ha proporcionado tantos años de paz y prosperidad.
Esta es la Europa que queremos. No la de quienes se negaron a incluir en la malograda Constitución europea de 2004 una humilde mención a las raíces cristianas de Europa. Nuestra Europa es la de Notre Dame, no la de la posmodernidad, el relativismo y la corrección política.
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