Me encuentro estos días leyendo la magnífica biografía de Edmund Burke que escribió el parlamentario conservador Jesse Norman (1962- ). Edmund Burke: The Visionary who Invented Modern Politics es un bosquejo histórico de primer nivel sobre la vida y el pensamiento del político anglo-irlandés, escrito en un estilo sobrio y dinámico alejado de pedantes academicismos.

Edmund Burke (1730-1797) es el conservador por antonomasia, enemigo tanto de la arbitrariedad del rey en Gran Bretaña y de la barbarie revolucionaria en Francia. Una de las facetas de su pensamiento que nos descubre el libro de Norman es su contribución a las teorías modernas sobre el gobierno representativo y los partidos políticos. En la época de Burke, la vida política no funcionaba por medio de las grandes organizaciones jerarquizadas que hoy conocemos como partidos, sino que eran los lazos familiares y las influencias personales los que mantenían cohesionadas a las distintas facciones que competían por el poder. Necesariamente, esto se traducía en una gran inestabilidad, puesto que los gabinetes podían caer en cualquier momento ante un cambio en los intereses que los sustentaban.
Frente a esta situación, Burke en sus obras, y especialmente en el discurso a los electores de Bristol de 1774, defiende una concepción del régimen representativo más moderna en la que los partidos políticos desempeñan un papel fundamental. Para Burke los partidos aportan importantes ventajas frente a las facciones: permiten una mayor estabilidad y control del gobierno y evitan los personalismos obstruccionistas. En un momento en el que los partidos políticos no gozan precisamente de buen nombre en la ciudadanía, no está de mal recordar las reflexiones de Burke.
Sin embargo, Burke añadía una consideración muy relevante: los partidos no debían representar intereses particulares, sino a toda la nación en su conjunto. La realidad a este respecto siempre será obviamente imperfecta, pero una cosa es reconocer las limitaciones prácticas de toda idea y otra es resignarse a contemplar cómo el poder legislativo se convierte en un mercado de reparto de prebendas y privilegios para unos y otros. ¿Podemos decir realmente que hoy día la disciplina de partido sirve al bien común de todo el país, tal y como defendía Burke?
Me temo que, en las actuales circunstancias, romper la disciplina de partido no solo es admisible, sino absolutamente necesario por el bien de la nación.

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